Después de soportar meses de una retórica hostil en las primarias de Estados Unidos, México ya tuvo bastante.

En un cambio diplomático y estratégico, funcionarios han anunciado un nuevo plan para pulir la imagen del país en el extranjero. No debería ser muy difícil encontrar material, dada la amplia y fructífera relación que México tiene con Estados Unidos. Pero si México realmente quiere cambiar su imagen, tiene que empezar en casa.

Las preocupaciones de los estadounidenses en lo que respecta a México, empezaron mucho antes de la actual temporada de elecciones primarias. Los recientes incidentes de “bullying” bilateral calientan los ánimos, especialmente cuando se ligan a temas nacionales sensibles como la migración o la seguridad fronteriza. Aun así, la ubicua percepción que los estadounidenses tienen de México como un país corrupto, violento, o controlado por los carteles, también nace en gran parte de los muy reales retos del país.

Esto significa que si México realmente quiere mejorar su imagen en el extranjero, el primer paso es reconocer que el problema no es sólo de relaciones públicas, sino también de contenido.

Hay muchas partes por dónde empezar, pero el paso más fácil y rápido sería aceptar y fortalecer la ley anticorrupción que actualmente trata de abrirse paso en el Congreso. Este paquete legislativo es la segunda parte de las extensas reformas anticorrupción del año pasado, que cambiaron catorce artículos constitucionales y crearon el Sistema Nacional Anticorrupción (para coordinar los esfuerzos nacionales, estatales y locales), entre otros cambios.

Sin embargo, esta primera ola de reformas crearon el marco y se suponía que las leyes secundarias agregarían un mayor contenido. Ahora, con el fin de la mayoría de las recientes sesiones del Congreso, y a dos semanas de la auto-impuesta fecha límite, sólo cinco de las siete leyes necesarias aparecieron en escena.

Y aún más decepcionante, la ley 3de3, diseñada por los ciudadanos—que demanda a los funcionarios mexicanos que hagan públicas sus declaraciones patrimoniales, de conflictos e intereses—también prácticamente ha desaparecido. En su lugar está la ley propuesta por el gobierno que requiere que los funcionarios hagan las mismas declaraciones pero su publicación sería meramente opcional.

Estos pobres resultados surgen de las maniobras del Congreso, de un vacío en el liderazgo político, y de un enfoque obstinado (y algo desconcertante) en la economía sin importar casi nada más. Aunque los niveles de popularidad de Peña Nieto han caído a un bajo 30 porciento—presuntamente influenciado por las preocupaciones actuales acerca del estado de derecho en el país y el reciente repunte de la violencia—ha habido poca desviación en la estrategia y mensaje por parte de la administración.

No debería ser sorpresa que México está “de mal humor” tal como Peña Nieto recientemente lo señalo.  Y bajo esta misma lógica, no es sorpresa que muchos mexicanos (y  estadounidenses) dudan que el gobierno de México esté comprometido a impulsar e implementar reformas reales para los retos más difíciles del país.

Por supuesto, ninguna ley será suficiente para atacar por completo la desenfrenada corrupción o retos de seguridad de México. Se requiere de buenas leyes, pero casi siempre termina siendo un papel sin aplicación y financiamiento—áreas que con frecuencia hacen falta a México. Tomemos por ejemplo la unidad anticorrupción dentro de la oficina del Procurador General de México. En 2015, sólo contaba con doce empleados y un presupuesto de $1.5 millones de dólares para erradicar la corrupción a través del país—una tarea particularmente maratónica dado que un estimado de $100 mil millones de dólares son arrebatados del PIB cada año a causa de actividades relacionadas con la corrupción.

Peña Nieto y el resto del gobierno deberían estar abogando por la anticorrupción y las iniciativas de estado de derecho, primero que nada por los mexicanos y el futuro de su país. El calmar las preocupaciones de los estadounidenses debería ser sólo una feliz consecuencia de estos esfuerzos. Aun así, sin políticos que escuchen a los mexicanos y ajusten sus prioridades de acuerdo a las necesidades y las realidades, es poco probable que el gobierno proyecte una mejor imagen tanto en casa como en el extranjero. Y, desafortunadamente, ninguna campaña de relaciones públicas será capaz de arreglarlo.

Nota de Editor: Antonio Garza fue Embajador de Estados Unidos en México. Es Consultor en la oficina de la Ciudad de México de White & Case. Se le puede contactar a través de tonygarza.com y Twitter @aogarza